Desde que llegué a Amberes, estoy deseando conocer de primera mano las obras de Pieter Paul Rubens, Pieter Brueghel, Jan Van Eyck o James Ensor que solamente pueden verse en los museos de Flandes. Con una simple ojeada a estos nombres, es fácil comprobar que, más allá de sus diferencias de época y estilo, tienen un común denominador: todos estos artistas fueron hombres.
Durante la mayor parte de la historia, la pintura fue terreno vedado para las mujeres, con muy pocas excepciones. No se las admitía en academias, no se las contrataba como aprendices y se consideraba inmoral que pintaran desnudos del natural, así que tenían serios problemas para estudiar las proporciones de la anatomía humana. Hasta los siglos XVIII y XIX, las pocas excepciones a esta norma solían ser mujeres que crecían en un ambiente artístico y aprendían el oficio de sus padres o hermanos. Por eso conocemos tan pocas pintoras: porque realmente hubo pocas.
Pero el otro motivo por el que muchas mujeres artistas cayeron en el olvido es que, hasta hace muy poco, sus obras se atribuían a estos parientes o a otros pintores y escultores. Es el caso de Michaelina Wautier (c. 1617-1689), una espléndida retratista barroca que hizo carrera en Bruselas. Muchos de los treinta y dos cuadros que hoy sabemos que son suyos se atribuyeron durante siglos a su hermano Charles o a otros artistas, como Rubens o Jacob van Oost. Es más, hasta 2018, a nadie se le ocurrió dedicar una exposición individual a Michaelina Wautier. Esa exposición se celebró en Amberes, la ciudad donde estoy pasando mi Erasmus y, desde entonces, los cuadros de Michaelina se han revalorizado un montón, hasta el punto de que uno se subastó por más de un millón de dólares.
Otra cosa que suele ocurrir cuando se redescubre a una mujer artista es que los especialistas buscan influencias en su obra. Eso no tiene nada de extraño, ya que los artistas no crean en burbujas vacías. Todos se inspiran, en mayor o menor medida, en planteamientos de otros creadores. Pero a menudo tendemos a pensar que los más conocidos influyeron a los menos célebres, cuando en ocasiones sucede al revés. Y las mujeres suelen ser menos conocidas que los hombres. En el caso de Michaelina Wautier, se creyó durante mucho tiempo que sus naturalezas muertas se basaban en las de Jan Davidsz de Heem (1606-1684), hasta que se descubrió que varios bodegones de ella eran anteriores a los de él. Lo mismo sucedió con sus escenas costumbristas, que se creía que eran deudoras de Michael Sweerts (1618-1664). Según los últimos estudios, en todo caso fue Michaelina quien influyó a Michael, y no al revés.
Y es que Michaelina Wautier no era ninguna aficionada. Cuando se analiza su pincelada, corta y firme, o el modo en que trabajaba, se descubre a una artista con un dominio asombroso de la técnica. No hay rastro de carboncillo en las telas, tampoco se conservan bocetos preparatorios y las radiografías revelan muy pocas rectificaciones. Michaelina sabía exactamente qué quería pintar y lo hacía tal cual, directamente, sin dudas ni inseguridades, con un resultado magnífico.
En el Koninklijk Museum voor Schone Kunsten Antwerpen (Museo Real de Bellas Artes de Amberes) podéis ver una de sus obras de temática religiosa: Santa Inés y santa Dorotea. Si os fijáis, parecen buenas chicas, pero no necesariamente santas: lucen ropas y peinados del siglo XVII, tienen expresiones muy naturales y no llevan ninguna aureola dorada alrededor de la cabeza. Es lo que tiene el arte religioso barroco: naturalismo ante todo. Sabemos que son santas por las plantas y animales simbólicos que aparecen en el cuadro. Por ejemplo, el cordero, que alude al sacrificio de Cristo y es un signo de inocencia, o la palma, que simboliza el martirio y la vida eterna, son atributos típicos de Santa Inés. A Santa Dorotea se la suele representar con manzanas y rosas, como las que tenéis a la izquierda de la pintura. Según la leyenda, cuando la estaban torturando por ser cristiana, en los tiempos del emperador Diocleciano, el ayudante del gobernador le preguntó por qué seguía alabando a Dios en medio de las torturas, y ella le respondió: “Este mundo es frío. Mi gozo está en ir pronto a los jardines de mi Celestial Esposo, donde siempre es primavera y abundan las rosas y manzanas”. La respuesta no convenció nada al político romano, que le pidió, burlón, que le trajera algunas rosas y manzanas de ese jardín celestial. En arte sacro, las flores y las frutas suelen ser símbolo de pureza y virginidad, especialmente los lirios. Las manzanas, en cambio, pueden cambiar de significado según el contexto. Una manzana en un cuadro sobre Adán y Eva sería un signo de tentación, mientras que aquí representa la abundancia de ese Paraíso al que santa Dorotea estaba convencida de que iría al morir.
Como tantos otros cuadros de Michaelina Wautier, durante mucho tiempo se creyó que el autor de Santa Inés y santa Dorotea era un hombre: Thomas Willeboirts Bosschaert. Como las santas de este óleo, Michaelina fue soltera toda su vida, y, aunque sería exagerado llamarla mártir, me alegro de que por fin hayamos visto su resurrección artística.