Ya ha pasado mucho tiempo desde que llegué a Bruselas a mediados de septiembre del 2012. Esperaba encontrar en esta ciudad y en el Erasmus algo desconocido, novedoso, excitante. Desde que aterricé en el aeropuerto comenzaron esas nuevas experiencias, y empecé a encontrarme esas cosas nuevas. Sin ir más lejos, recuerdo que en el propio aeropuerto me puse a buscar algo así como una estación de tren para ir a la que sería mi nueva casa, encontrándome perdidísimo acabé preguntando y de alguna forma acabé llegando a mi destino; eso sí, ahora os puedo decir, que el tren no era ni de lejos la mejor combinación para llegar.
Los primeros días transcurrieron con gran facilidad, disfrutando de la semana de introducción para los nuevos estudiantes Erasmus, conociendo mucha gente nueva y empezando a conocer la ciudad, aquellos lugares por los que aún me gusta pasar cuando tengo la mínima oportunidad y no creo que os extrañéis si os digo que durante aquella semana… hicimos bastante turismo de bares también.
Supongo que la primera diferencia que encuentras al venir aquí es la arquitectura de la ciudad, las famosas casitas estrechas de techos altos de los países bajos es lo más abundante y en lo que probablemente primero te fijes. La inmensidad de la Gran Place, ese niño meón cuyo tamaño a todos decepciona, la vida en los bares, la ingente cantidad de terrazas que podemos encontrar y, bueno, quizá también el curioso y complejo sistema de recogida de basuras.
Pero sin duda, mi más claro recuerdo del primer día es el suelo adoquinado de las aceras de la ciudad, ese suelo que me hizo tan divertido el camino a casa con las maletas y que aún nos hace reir el recuerdo de aquel alocado vaivén.