A veces nos sentimos un poco como si estuviésemos a punto de tocar el cielo. Vemos nuestra mano a milímetros de eso que tanto deseamos y casi podemos hasta sentirlo. Da igual si estamos a kilómetros: el mando de la tele juraría que se ha movido en mi dirección , y ya he podido sentir los cráteres de la luna con los dedos. Estamos a milímetros de ese motivo por el que nos estamos estirando todo lo que podemos; pero no para tocarlo, sino para sentirlo.
Sin embargo, igual que las estrellas fugaces, esa sensación entre sorpresa y euforia momentánea solamente se puede vivir si no te la esperas. Son cosas fortuitas que te llegan sin más y por las que no podemos hacer otra cosa que agradecer y disfrutar. Ese sentimiento lo podemos encontrar en muchas formas diferentes: que todos los semáforos estén en verde cuando tenemos prisa, que todas nuestras canciones favoritas suenen seguidas mientras estamos en modo aleatorio, o que midamos la cantidad justa de arroz para no tener que comer lo mismo durante tres días.
En mi caso, sin embargo, la sensación de estar ahí arriba a pesar de que la gravedad asegurase que estaba aquí abajo, lo encontré ayer durante el atardecer en un puente de Bruselas. Más específicamente, en el ascensor de Marolles.
Se trata de un pequeño puente situado en la place Poealert desde el que se puede tener una gran panorámica de Bruselas. Con el Palais de Justice detrás de ti como si estuviese construido para sujetarte por si te caes de emoción, las vistas que ofrece este pequeño recorrido de menos de diez metros suelen venir acompañadas de atardeceres teñidos de rojo y naranja que acaban convirtiéndose en rosa pastel.
Algo que he descubierto de Bruselas (y a lo que personalmente reconozco que me he vuelto adicta) es el cielo. Siempre hay alguna que otra nube en el cielo que hace que todos los rayos que quieran pisar suelo belga acaben tiñéndose de muchos colores a través de las finitas capas de algodón.
Si queréis ir andando desde la Grand-Place hasta este punto, es posible llegar en menos de diez minutos; ¡pero cuidado!, igual que Percy se lo tuvo que currar para llegar al Olimpo: casi todo el recorrido es cuesta arriba. Es por eso por lo que es posible disfrutar de estas grandes vistas de la ciudad desde un poquito más alto.
Como todo lo que sube baja, el festín de los sentidos no acaba arriba, sino que también continúa abajo; y es que este pequeño puente entre el cielo y Bruselas también nos guía hacia dos grandes ascensores con los que se conecta la place Poealert con la rue des Minimes. Porque si la flor ha crecido es porque tiene buenas raíces, esta segunda parte en forma de planta baja también tiene mucho encanto. Tras aparecer en una plaza de la que nacen muchísimas calles pequeñas, aquí Bruselas nos vuelve a demostrar que tiene encanto en todos los niveles: galerías de arte y muros pintados para ser fotografiados, ¡querréis vivir en la planta baja!
Efectivamente, se puede sentir el cielo tanto desde un mirador, como desde el punto más bajo de la ciudad; y sí, los maravillosos atardeceres y las euforias momentáneas son cosas fortuitas. Sin embargo, aquí parece que las grandes sensaciones no vienen dadas por la fortuna o porque el destino lo haya querido así; sino simple y llanamente, porque se trata de Bruselas.
¡Muy buen día, afortunados!
Me llamo Marina Carrasco Valero, estudio Periodismo y Comunicación Audiovisual, y este primer cuatrimestre voy a ser vuestra corresponsal Erasmus en Bruselas. Durante los próximos cinco meses, voy a ser la pequeña puerta que os lleve a tocar, paladear, ver (aunque con un poco de miopía), oler y oír Bruselas. Juntos vamos a descubrir sus secretos, exhibiciones, conciertos, festivales…