Esta iglesia es especial por varios motivos: por contener obras de Rubens así como de los pintores flamencos Van Dyck y Teniers (cuyas estatuas pueden encontrarse en el Meir), por sus confesionarios barrocos, su órgano único en los Países Bajos… Pero en lo que voy a centrarme es en su jardín.
Se trata de un jardín olvidado que pocos conocen, si bien es una de las partes más importante y bellas de la iglesia. Una gran portalada neoclásica da paso a un pequeño vergel secreto, arropado entre las altas paredes de piedra de la iglesia y las casas de estilo clásico belga colindantes al edificio. Este jardín data del siglo XVIII y recibe el nombre de Calvario, puesto que, con sus 63 estatuas, cuenta la historia de la crucifixión de Cristo que, torturado y enterrado, aparece rodeado de profetas, evangelistas, sacerdotes, santos y ángeles. El conjunto de estatuas puede dividirse en cuatro partes: el sendero de los ángeles, que conduce hasta el Santo Sepulcro, el jardín de los profetas a la izquierda, opuesto al jardín de los evangelistas a la derecha, y el propio Calvario, que consiste en una formación rocosa artificial, dividida en tres terrazas sobre las que se alza la figura de Cristo en la cruz.
La mayoría de vosotros estaréis acostumbrados a echar de menos el sol y el clima seco de España, pero creedme cuando os digo que este escenario gana presencia bajo un cielo nublado o incluso bajo la lluvia. En un ambiente difuso, las estatuas abandonan su condición estática para formar parte de un teatro de una belleza tétrica, todo ello envuelto en un aura de misterio que convierte la escena en lo que podría recordar a un pasaje de Tolkien.
Si hoy es uno de esos días grises en los que no apetece salir de casa, haced acopio de fuerzas y visitad este jardín oculto, la lluvia es el elemento imprescindible que nos acerca definitivamente a esta obra de arte.
CURIOSIDAD: los hermanos Ketwigh, dos frailes Dominicanos, trabajaron durante medio siglo (de 1697 a 1747) para erigir este escenario de estatuas, el cual fue, más tarde, calificado como “ridículo” por el poeta francés Baudelaire, en un alarde de desfachatez.