Una de las cosas más fascinantes del arte, es ver cómo interactúa entre sí, y evoluciona con el paso del tiempo. Innovaciones de todo tipo se crean y se deshacen múltiples veces antes de consolidarse y adoptarse como normas. Por eso, si echas la vista atrás, puedes encontrar obras de valientes e innovadores artistas que, de forma más o menos consciente, se adelantaron a su tiempo y crearon algo inusualmente moderno y atemporal. Hoy vengo a hablaros de uno de estos extraordinarios casos, con una obra que se encuentra nada más y nada menos que en el Museo Real de Bellas Artes de Amberes (KMSKA). Se trata de la Virgen de Melun.
La obra, también conocida como «Madonna rodeada de serafines y querubines» forma parte del Díptico de Melun, un encargo que Étienne Chevalier, tesorero del rey Carlos VII de Francia, hizo al pintor Jean Fouquet alrededor del 1450. De hecho, podemos ver al mecenas retratado en la parte derecha del díptico, acompañado de San Esteban y dirigiendo sus plegarias al niño Jesús, que le señala con el dedo. Este diálogo entre las dos obras, pero, no es observable en persona, pues las dos obras llevan siglos separadas. Se cree que su separación tuvo lugar al rededor de 1773, con motivo del inicio de unas importantes obras en la iglesia donde se exponía. Desde entonces, la parte derecha se conserva en Berlín y la izquierda, la Vírgen que nos ocupa hoy, en Amberes.
Pero, ¿qué hace de esta representación de la Virgen algo tan excepcional? El resultado de este cuadro es inusualmente moderno debido principalmente a dos factores: el uso del color y de la forma. El uso del color en la pintura es sintético, muy reducido y conciso, y es que en toda la pintura se utilizan tan solo cuatro colores. El fondo sobre el que se representa a la Virgen María está compuesto de querubines y serafines monocromáticos en una alternancia de azul y rojo. Las figuras principales son extremadamente pálidas, casi blancas. Y los elementos ornamentales como son el trono y la corona están pintados en el mismo ocre. Esta gama de colores, además de reducida, es muy cercana a los colores primarios, y está aplicada en el cuadro de forma muy plana, vibrante y saturada.
Esta elección estética inusual para la época convive con una composición extremadamente geométrica, especialmente observable en el cuerpo de la Virgen, cuyo torso es un sencillo triángulo invertido sobre el que se alzan dos pechos totalmente esféricos. El resultado de esta composición tan elemental nos evoca trabajos muy posteriores de artistas del Art Decó como Tamara de Lempicka.