Era de noche ya cuando el avión que me traía aterrizó en el aeropuerto de Charleroi. Bajé del avión y crucé el aeropuerto con esa sensación de mariposillas en el estómago que te inunda cuando recién llegas de viaje a un lugar totalmente nuevo y desconocido. Gracias a un amigo en España tenía un contacto que me esperaba y me llevó en coche hasta Bruselas. Después, otro amigo suyo me recogió allí y me acogió en su casa por esa noche. ¡¡Menos mal! Porque todos los hoteles estaban llenos, salvo que quisiera pagar una suma desorbitada. ¡Da gusto ver que existe gente amable y hospitalaria por el mundo que te puede sacar de apuros! La suerte no acaba aquí, ya que Sultán, este amigo, vive justo al lado de la famosa plaza principal de Bélgica y tenía unas vistas chulísimas desde su ventana.
En la templada noche de lunes de Bruselas fui paseando por el centro histórico, observando a los escasas personas que a esas horas recorrían las calles, asombrándome con la arquitectura del centro de la capital, y pasé mi primera noche en Bélgica.
A la mañana siguiente me levanté llena de energía para ir a conquistar Lovaina, mi objetivo final del viaje. Tras un breve paseo en tren allí me planté. La llegada fue algo caótica, arrastrando la maleta de aquí para allí. Suerte que la ciudad no es muy grande y es muy fácil llegar al centro desde la estación. Sólo hay que seguir una de las calles principales: Bondgenoteenlaan (si, si, a mi también me costó pronunciar su nombre al principio) que te lleva directamente al Grote Markt de Lovaina. Sigues la calle y sin avisar aparece ante tí el espectacular Ayuntamiento con su hipnotizadora fachada como sacada de un cuento.
¿No es impresionante? No puedes más que quedarte embelesada mirándola un rato. Aún así tenía que seguir mi camino y buscar alojamiento para esa noche, y casa para mi año en la ciudad por lo que tuve que continuar andando…