El examen tendría lugar el miércoles a las 12 en la facultad de derecho por lo que el martes 25 de Agosto de 1914 solicité permiso para estudiar en la biblioteca. La situación en Lovaina había cambiado radicalmente. La semana pasada llegaron las tropas Alemanas del Kaisser y se instalaron en la Iglesia de San Pedro. Anochecía por las grandes ventanas de la sala de lectura de la biblioteca y decidí dar un último repaso a la obra de los glosadores, estaba convencido que la Escuela de Bolonía caería en el examen. Prácticamente me encontraba solo en la biblioteca, la mayoría de los estudiantes seguían de vacaciones o estarían aprovechando los últimos rayos del verano. Un ruido atronador hizo que apartase la vista de los apuntes, era mi profesor Mark Derez, el enjuto bibliotecario dio un brinco de su asiento, estoy seguro de que en toda su vida como bibliotecario jamás había oído a nadie aporrear las puertas de roble de aquella manera.
Al viejo profesor le costaba hablar y casi respirar, nos explicó como pudo que los soldados alemanes se dirigían hacia la biblioteca pertrechados de lanzallamas y garrafas de gasolina. Conmovido y aterrado por sus palabras no me había dado cuenta que mi profesor estaba acompañado por otros dos hombres, en ese momento reconocí al Rector de la Universidad y al teniente de policía al que distinguí por su uniforme. No tuvo tiempo para encomendarse a Dios, mi profesor, subido a una escalera comenzó a lanzar volúmenes desde las estanterías más altas. A mi me fue imposible decantarme por uno, no era capaz de concentrarme y al escuchar las primeras voces de los soldados metí en mi maletín una edición del siglo XV de «Utopía» de Tomás Moro que había leído la tarde anterior.
Atravesamos rápidamente la galería que conectaba con el antiguo convento jesuita e intentamos transportar algunos volúmenes más. Sin embargo en el segundo viaje de vuelta mi profesor me detuvo antes de que nos vieran pasar por la galería. Desde allí podíamos contemplar la fachada principal de la antigua biblioteca. Frente a la puerta se congregaron el Rector y algunos decanos, que sin éxito intentaron persuadir aquellos soldados del error histórico que iban a cometer. Hasta aquel momento, nunca había visto a un hombre defender con tanta vehemencia una biblioteca. En un alemán perfecto y manteniendo toda la calma que pudo explicó que aquello no era solo un ataque contra la ciudad sino también contra la civilización europea, que aquella biblioteca contenía piezas de un valor incalculable para el conocimiento de la humanidad. De nada sirvió, la biblioteca ardió por completo durante dos noches enteras, el Rector fue ejecutado poco después junto con el alcalde y el cuerpo policial.
Semanas después mi profesor recibió cartas de indignación y solidaridad de todos los lugares de mundo y al terminar la guerra las donaciones y ayudas a la Universidad de Lovaina llegaron desde las más prestigiosas universidades americanas. Sin embargo nunca podré olvidar las lagrimas desgarradoras que surcaron la cara de mi maestro aquella noche. Lágrimas y llamas, llamas y lágrimas que por desgracia volvería a revivir, cuando convertido ya en profesor titular de la Universidad de Lovaina presencié por segunda vez el horror de ver como las tropas alemanas volvían a incendiar la nueva biblioteca a comienzos de 1940.