El pasado jueves, acompañando el magnífico tiempo que hacía y las nuevas libertades, decidimos realizar, mis amigos y yo, una pequeña barbacoa en mi jardín. Los españoles nos encargamos de la comida y los belgas de la bebida. Fue un día especial, en el cual muchas cosas consiguieron sorprenderme y llamar mi atención…
Por ejemplo, llegaron con todo tipo de botellines de cerveza con formas y tamaños diferentes. Yo abrí uno y comencé a beber a morro. Como siempre vamos. Todos se me quedaron mirando, y me preguntaron con tono jocoso si no tenía vasos. Extrañada entré en la cocina y saqué un vaso sencillo y básico para echar la cerveza dentro. Miré hacia arriba buscando aprobación y todos se estaban partiendo de risa. Me dijeron que ese no era un vaso de cerveza y avergonzada solo levanté los hombros.
No entendía a que se referían, era un vaso de “típica caña de bar”… Ahhhh pero eso sí, el vino lo traen en bolsas de 3L y se llenan la copa hasta arriba y no pasa nada… Menudos los belgas, pensé riéndome para mi misma. La verdad que no soy una persona que entienda mucho de bebidas alcohólicas, ni me preocupe mucho el sabor. Normalmente, cuando salimos de fiesta aquí en Brujas, en el supermercado suelo elegir las botellas en función de cual me llama más la atención o me parece más bonita…
Sin darnos cuenta, las horas se esfumaron con el humo de las llamas que avivaban el carbón, empujadas por las risas y las bromas con olor a carne a la parrilla, que borboteaban a causa del alcohol. Los vecinos pronto empezarían a quejarse, por lo que decidimos recoger todo y alejarnos en dirección al bosque, para terminar la fiesta sin molestar a nadie.
Entre las prisas, viendo varios vasos de cerveza a la mitad, cogí un botellín grande (lo que en España llamaríamos litrona) y la eché toda ahí. Cuando me fui a girar, con mi nueva creación en la mano, vi la cara de Jules mirándome con una mezcla de rabia e incredulidad. “¡Qué se supone que estas haciendo!” me gritó. “Recoger, ¿Es que no lo ves?” respondí con tono irónico, molesta por su grito.
Todo enfadado, lo último que me dijo fue que: J A M Á S mezclara dos cervezas de nuevo y mucho menos sin preguntar. Después de eso se fue hacia otro lado. Molesta, no quise volver a hablarle en lo que quedaba de noche. ¿De verdad era tan horrible lo que había hecho?
No le di más importancia. Supongo que él sí se dio cuenta de que se había pasado un poco, y que mi “error” el cual aún no llegaba bien a entender, había sido tan solo causa del desconocimiento. Por eso, al día siguiente se presentó en mi casa con una nevera portátil llena de cerveza y una caja llena de vasos. Y una sola propuesta. “Si me perdonas y te vienes hoy a la playa conmigo, yo te enseño todo lo que necesitas saber de la cerveza belga”.
Accedí encantada, y tras un día entero entre “Delirium Tremens” “Leffe Brune” “Cherry chouffe” “Westmalle Trappist” y muchas más, entendí por fin la esencia de la cerveza belga. No solo eran diferentes los sabores, también lo era la textura, la intensidad, los aromas, la espuma… También me explicó que cada cerveza tenía su propio vaso, y que la forma de este ayudaba a atrapar el aroma, o evitaba que se escapara la espuma, o hacía que se oxigenase…
Todo parecía sacado de un cuento, pero al ir probando una a una acabé entendiéndolo un poco mejor. Ante mí se acababa de abrir un nuevo mundo lleno de matices y sensaciones. Desde ese día no he vuelto a mirar la cerveza de la misma manera, y lo que más me pregunto es que haré sin ella cuando vuelva a España.
Mi nombre es Luna, tengo 20 años y vivo en Madrid. En general soy una apasionada de la vida, de los viajes, el arte, la música, el baile, el surf, el mar, la escalada… todo lo que suponga una aventura para mí siempre será un SÍ.
Este semestre mi aventura comienza fuerte: me he mudado a Brujas ¡La ciudad de ensueño! Y aunque apenas lleve aquí una semana, os puedo asegurar que así es. Todas las calles están bañadas de un aura especial, casi mágica.
Recuerdo una de las primeras noches aquí, entre las vacaciones y la lluvia las calles estaban vacías. Paseando a la luz de las farolas, sentí como si me transportara a otra era… Los suelos empedrados, el musgo creciendo por las paredes de una gran iglesia gótica, cuyas vidrieras relucían con luz propia. Todo parecía salido de un precioso y enigmático cuento medieval.